Murió Esteban Righi, ex ministro del Interior

Apodado “Bebe” por su rostro aniñado, Righi ocupó cargos importantes en dos gobiernos peronistas de izquierda, que luego le valieron el odio de la derecha autóctona. La dictadura le confiscó sus bienes y debió exiliarse.

Esteban Righi falleció a los 80 años. Abogado desde los 24, jurista de alto nivel, fue ministro del Interior durante la presidencia de Héctor Cámpora y Procurador General de la Nación entre 2004 y 2012.

Dos veces ocupó cargos importantes en gobiernos peronistas, de la izquierda peronista. En ambas fue congruente con sus ideas, con sus valores y con lo que escribió como académico. En las dos ocasiones se granjeó la furia de la derecha autóctona, que sabe escoger a quien odiar.

Siempre le dijeron “Bebe” por el rostro aniñado. Tal su imagen cuando saltó a la fama como ministro del Interior del fugaz presidente Héctor Cámpora. Su discurso a la Policía Federal lo catapultó al salón de la fama, siendo muy joven (no había cumplido 35) y un ilustre desconocido.

Los registros audiovisuales transitaban la prehistoria, es filo imposible dar con la grabación de la pieza. Se archi conoce qué dijo Esteban Righi. Observado desde hoy, sin reparar en el “clima de época”, un cabal discurso republicano sobre los deberes de las fuerzas de seguridad, su subordinación al poder político, el imperio de la ley y el repudio a la violencia institucional. En ese trance polarizado cayó como una bomba, enfureciendo a uniformados de todo pelaje (mayormente gorilas) y suscitando pasiones en la juventud maravillosa. La tensión de la etapa dejaba poco margen a posiciones sistémicas, democráticas.

La liberación de los presos políticos o con condenas amañadas por la dictadura lo había puesto a prueba apenas asumió. Consignas combativas no admitían sutilezas: “indulto o amnistía/que salgan en el día”. El joven ministro prefería la amnistía, salida pluralista: una ley aprobada por las distintas bancadas del Congreso. Tal vez también Cámpora, menos atento a sutilezas jurídicas– pero los hechos impusieron su dinámica. La liberación en Villa Devoto ocurrió “en el día” de la asunción presidencial, el 25 de mayo, con más euforia que formalidades. Más “arrancada” que legislada. La amnistía se votó poco después.

La derecha, peronista o no, entendió perfecto lo que tenía que entender: aborreció al Bebe a primera vista.

La masacre de Ezeiza dramatizó y tiñó con sangre los enfrentamientos internos del peronismo. Juan Domingo Perón desplazó a Cámpora y se aprontó para su tercera presidencia (dos inconclusas por causas diferentes). Righi, uno de los pocos ministros elegidos por Cámpora, pasó a retiro.

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Muerto Perón el primero de julio de 1974 la Triple A amplió la caza de brujas, los crímenes y las amenazas. Righi fue destinatario de algunas, se hizo el distraído (“ejercí una enorme capacidad de negación todas las veces que pude en mi vida”, confesaba). Hasta que las balas que literalmente picaban cerca y las súplicas de sus amigos lo persuadieron de exiliarse a México. Vivió allí cerca de diez años, la dictadura militar le concedió el galardón de considerarlo un enemigo de primer nivel. La Comisión Nacional de Reparación Patrimonial (Conarepa) confiscó todos sus bienes, se decretó su “muerte civil” (pérdida de derechos civiles y políticos). Tras la recuperación democrática parte de la interdicción mantuvo vigencia: no pudo votar en 1983 y 1985 por estar excluido del padrón. Los ukases militares y cierta ineficacia radical le demoraron la ocasión de darse el gusto.

Sabía bromear acerca de su oportunismo político: menos de 50 días de gestión le valieron la pérdida del patrimonio, la expulsión, el escarnio durante más de diez años. “Hacé la cuenta” proponía y reía. Sabía reírse de sí mismo, entre otras virtudes coloquiales.

Su versación en derecho penal le granjeó prestigio en México y durante el gobierno alfonsinista se dio el gustazo de ganar una cátedra por concurso en la Universidad de Buenos Aires. La Facultad de Derecho era un segundo hogar para él, su reputación crecía, tanto como la cantidad y nivel de los discípulos.

Tipo confiado en el derecho inició juicio contra el Estado en los ‘80 para que le devolvieran los bienes conculcados y lo indemnizaran. Este cronista lo conoció entonces porque cumplió un rol adjetivo en ese pleito. Righi agradeció, invitó a almorzar. Uno lo admiraba desde antes de tratarlo, desde que conoció “el discurso”, a los 24 años de edad. El almuerzo funcionó como bonus y como comienzo de una seguidilla que (ninguno llevó la cuenta) acumularía centenares. La contingencia cimentó una amistad que perduró hasta el final. El formato almuerzo se avenía a su gusto, cabe suponer, que porque dura más que un café y es más afín a su devoción por la tertulia.    

Temarios variados, con la política al frente y más atrás el derecho y el fútbol, por no decir directamente River Plate. Righi fue el único argentino que conoció este escriba afecto al fútbol americano, un berretín que le venía de México y que jamás intentó imponer.

Se consagró a la “profesión” y a la cátedra. Víctima de una dictadura y de prejuicios que la trascendieron, el hombre profesaba una intensa fe en la democracia y en las reglas del debido proceso. Este cronista –abogado laboralista raso y no jurista– le opuso a menudo su creciente escepticismo acerca de “la justicia” argentina no en abstracto sino en funcionamiento. “La lucha por el derecho”, título de una obra clásica, lo entusiasmaba y envolvía. Costumbrista e informado, conocía la realidad pero seguía creyendo en un sistema mejor y, acaso, posible.

Uno de sus adjuntos de cátedra, Alberto Fernández, le propuso que se sumara allá por 1997 al Grupo Calafate. Una iniciativa del entonces gobernador Eduardo Duhalde, llevada a la práctica por el entonces gobernador santacruceño Néstor Kirchner. Congregar peronistas con pensamiento propio (“materia gris”, diría Kirchner) para pensar un proyecto distinto al menemista y también probar que el Frepaso no tenía el monopolio de los cuadros inteligentes críticos del neoliberalismo. Conoció a Néstor y a Cristina Fernández de Kirchner. Despojado de ambiciones políticas se movió cómodo en un cónclave de debates y análisis, su salsa.

No quería volver nunca más a función pública. El canje mencionado líneas arriba lo disuadía. Rumores, chismes y charlas de quincho lo indicaban como posible integrante de la Corte Suprema remozada por Kirchner. Sus plegarias fueron atendidas: no lo convocaron. Respiró aliviado.

Pero poco después Alberto Fernández le comunicó el ofrecimiento de  Kirchner: ser Procurador General de la Nación. “No es un cargo para mí”, “no creo que pueda hacerlo bien”, musitó Righi. Era un alegato pobre. “No le estoy ofreciendo la Secretaría de Agricultura”, replicó casi en solfa Alberto. Righi aceptó y se desempeñó con calidad e hidalguía hasta 2012.

La degradación actual compele a hacer precisiones asombrosas. Por ejemplo, que un gran jefe de fiscales no es un torturador exitoso, como parece pensarse hoy en día. Ni un penalista un inquisidor consagrado solo a arrancar confesiones. El derecho penal, antes que nada, aglutina garantías para víctimas y para sospechosos, acusados o condenados. Un penalista debe estar consustanciado con los derechos humanos, tal es la diferencia entre los próceres del derecho y Baby Echecopar u otros paradigmas del presente.

La Fiscalía carga con el deber de acusar, arroja luz hacia un ángulo. La defensa se le contrapone. Un juez imparcial sería el fiel de la balanza. Así debe funcionar, así intentaba hacerlo como jefe de los fiscales Righi… a contra corriente. Con firmeza y buenos modales, cóctel poco frecuentado que preparaba mejor que nadie.

Prestaba especial dedicación a los juicios por crímenes de lesa humanidad. Las garantías para los acusados lo obsesionaban: buenas defensas, derecho a expresarse. Hasta “leía” las absoluciones (tan dolorosas para los familiares de las víctimas) como un aporte que acreditaba que no se estaba ejerciendo venganza sino aplicación de la ley.

Estaba pendiente de que se abrieran procesos en las 24 provincias de la Argentina. Federalizar la búsqueda de verdad y justicia. Impulsarlo le significó una prueba de fuego por la cantidad de jueces y fiscales que se excusaban con pretextos varios, a menudo fútiles. Los movía la complicidad cabal, o el “no te metas”, o los lazos trabados entre clases dominantes.

Mucho bregó, nunca cejó, difícil que haya gritado o sobreactuado su gran compromiso.

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Como amigo ejercitaba una afectuosidad cálida, más constante que estridente. Cuando uno requería su saber jurídico desplegaba una paciencia china, regalaba libros con munificencia, sostenía charlas de horas.

Renunció a la Procuración General tras una denuncia formulada por el entonces vicepresidente Amado Boudou. Escribí entonces y sigo pensando que su paso al costado fue un dechado de conducta e injustas las acusaciones. Pero los hechos sucedidos desde ese momento hasta hoy motivan a no reavivar esa polémica. Righi no quiso hacerlo durante más de 10 años. Mantuvo sus convicciones y su adhesión al peronismo sin victimizarse, sin ponerse en el centro de la escena, sin pasarse de bando, sin aprovecharse de la derrota electoral en 2015.

Hay palabras o giros que suenan vetustos o rituales. Pero hay protagonistas que le dan vida y sentido. Righi era un caballero, un sabio en materia jurídica, un constructor de sentido común democrático, un tipo cordial y agradable. Grandes virtudes cuando se las porta toda una vida. Las ejercitó sin estrépito pero sin renuncios. Si los elogios le suenan leves a quien lee esto es porque están mal expresados o porque no frecuentó a Bebe.

Esteban Righi será velado en O’Higgings 2842 hasta hoy a las 10. A esa hora sus restos serán trasladados hasta el Parque Memorial.