Salvar al país del coronavirus y resucitar la economía

El Gobierno estima un fuerte crecimiento de los casos y sabe que las medidas durarán más allá del 31 de marzo. Alberto, dispuesto a tomar medidas más duras si no dan resultados. 

Resulta imprescindible no andarse con vueltas: el estado de excepción al que ingresamos en el primer minuto del viernes pasado, cuando entró en efecto el decreto de aislamiento social obligatorio, no concluirá con el mes de marzo. Ese plazo, fijado por el gobierno para intentar poner un freno a la propagación del coronavirus, es la primera etapa de un largo proceso cuyo final nadie puede prever. Durante estos primeros días de cuarentena, habrá una evaluación de resultados. Si son positivos, se prorrogará la medida por el tiempo que resulte necesario hasta que dejen de registrarse nuevos casos. Si la contención resulta insuficiente, el presidente Alberto Fernández está decidido a tomar medidas más fuertes.

A China, el primer país donde se desarrolló la enfermedad y también el primero en mostrar señales de haberla dejado atrás, le tomó tres meses detener la pandemia con un sistema de control sanitario y social varias veces más estricto que el que se puso en práctica aquí. Se trata de un rol más robusto (menos democrático, también) del Estado, pero también de una mejor comprensión de la población de los riesgos que se corren: no es casual que los países que lograron éxito en la contención son los mismos que tuvieron que lidiar, en el marco de esta generación, con otras epidemias potencialmente destructivas. Son sociedades que estaban preparadas para reaccionar; culturalmente inmunizadas contra esta amenaza.

La pregunta obligada, entonces, es cuánto puede durar el paréntesis en el que ingresó el mundo a comienzos de este mes, cuando la enfermedad dejó de ser un problema chino para convertirse en un drama global. En el hemisferio norte esperan que la llegada del verano traiga alivio; aquí, el invierno aparece en el horizonte cargando oscuras nubes de tormenta. La carrera por obtener una vacuna no concluirá en menos de catorce meses, el tiempo que toman los ensayos clínicos obligatorios que garantizan que no se inocule a millones de personas con un compuesto dañino. Para entonces, quizás, la distancia social, algún fármaco o la mutación hacia una cepa menos letal ya hayan acabado con el peligro.

En la Argentina, las autoridades esperan que la curva de contagios comience a elevarse en estos días, a causa de la circulación social del virus y de una mayor cantidad de pruebas de laboratorio a casos sospechosos. Si las medidas de aislamiento dan resultado, el pico de nuevos positivos diarios llegaría a mediados de abril y desde entonces se ingresaría en una meseta que puede durar entre seis y diez semanas antes de comenzar un declive, primero lento y luego cada vez más pronunciado. Durante ese período, las medidas de restricción del movimiento de las personas no podrán ser relajadas, bajo el riesgo de sufrir un rebrote que eche por tierra el sacrificio realizado hasta el momento. Parece una eternidad.

En ese período, el gobierno tiene el doble desafío de contener la pandemia mientras emparcha una maltrecha economía que se encuentra a la intemperie durante lo que amenaza ser la peor crisis de la historia moderna. En un país en el que la mitad de la población vive al día, las soluciones del primer mundo resultan insuficientes. Es necesario volcar dinero en la calle y hacerlo pronto. Y no se trata solamente de los sectores más postergados; el mismo problema corre hoy para millones de cuentapropistas. Para el que no tiene cómo alimentar a sus hijos, o a sí mismo, existe un problema más urgente que el virus. En otras palabras: no hay políticas de aislamiento posibles donde hay hambre.

El Presidente conoce esta realidad y trabaja para encontrar una salida al laberinto. Aunque la escasez de los recursos que recibió limita las posibilidades, apuesta a resolver de manera expres el problema de la deuda externa para liberar el equivalente a unos seis puntos del PBI y volcarlos directamente en los bolsillos de la población. Las señales del Fondo Monetario Internacional el viernes fueron las que Fernández esperaba; ahora viene la etapa más difícil, que es negociar con los acreedores privados. Mientras tanto, apostará a la emisión monetaria para mantener en respirador a la economía y al control de precios para evitar un rebrote inflacionario. Respiradores y brotes. Resulta difícil pensar en otra cosa.

El anuncio del estado de excepción puso en escena la unidad nacional, otro requisito indispensable para sortear con éxito el enorme desafío por delante. Junto al Presidente, los gobernadores Horacio Rodríguez Larreta, Axel Kicillof, Omar Perotti y Gerardo Morales. Todos los climas. No los une el amor, si no el espanto: en la reunión que habían tenido antes, Fernández les mostró un informe realizado por el ministerio de Salud que estima el número total de infectados en un cuarto de millón de personas, según el escenario más leve. Otras estimaciones son mucho más pesimistas, en línea con las declaraciones de la canciller alemana Angela Merkel, que advirtió un contagio del 70 por ciento de la población.

Son números que asustan, aunque es necesario evaluarlos a la luz de otras consideraciones. Los especialistas en todo el mundo coinciden en que existe una significativa subestimación de la cantidad de enfermos, por la existencia de un gran número de contagiados asintomáticos y la falta de disponibilidad de tests para realizar pruebas de laboratorio a todos los sospechosos. Según un informe en la revista Science, se calcula que por cada caso confirmado hay hasta dieciséis que no se detectan. Utilizando esa pauta, hoy en Italia los casos totales no serían los 53578 reportados hasta la fecha sino la friolera de más de medio millón.

Así, el escenario optimista que maneja el gobierno estima que la Argentina tendría, a lo largo de varios meses, menos que la mitad de los casos en Italia hasta hoy. El mismo informe advierte que con esos números, “se estima posible atender la demanda en el sistema de salud” siempre y cuando se optimice capacidad para recibir pacientes. Esta semana, las dos fábricas de respiradores del país aumentaron en un 300 por ciento su producción y la Universidad Nacional de Rosario comenzó a fabricarlos por primera vez. El ejército desplegó en Campo de Mayo un hospital de campaña. Hasta el gobierno porteño está invirtiendo en el Pabellón Koch del Hospital Muñiz, después de décadas de literal abandono.

La ayuda que ya está llegando de China es sólo la primera tanda de una serie de envíos que se hacen desde Beijing a más de ochenta países del mundo: se trata de reactivos, barbijos, cofias, guantes, antiparras, termómetros y otros elementos indispensables para combatir la pandemia. Se trata de un esfuerzo por disimular que el gobierno de Xi Jinping dejó pasar, quizás, la mejor chance de controlar la enfermedad antes de que se propagara, cuando demoró en informarle a la OMS que el coronavirus podía contagiarse entre humanos. También busca sentar las bases para emerger de esta crisis en mejor posición que los Estados Unidos, que, conducido por Donald Trump, se encamina al desastre epidemiológico.

Esas consideraciones, en todo caso, quedarán para otro momento. Ante la emergencia, toda ayuda es bienvenida. Fernández recibió esta semana en Olivos al embajador Zou Xiaoli y le ratificó su decisión de reflotar la asociación estratégica integral con Beijing que había iniciado CFK y que fue puesta en cuarentena durante el gobierno de Mauricio Macri. Si el coronavirus lo permite, Fernández viajará al lejano oriente este mismo año para firmar la incorporación del país a la Nueva Ruta de la Seda. Se trata de un plan global de infraestructura que podría volcar al país varias decenas de miles de millones y resultar clave para la reactivación después de la pandemia. Pero antes, hay que pasar el invierno.